Palabras de Marcia Bjornerud durante la presentación de Conciencia del tiempo en el Museo de Geología (UNAM), el 20 de febrero de 2020
¡Hola a todos, compañeros terrícolas! Desearía estar con todos ustedes esta tarde. Muchas gracias por ser parte de esta celebración del tiempo. Estoy muy agradecida con Tomás Granados Salinas, Mario Zamudio Vega, los diseñadores gráficos, el Instituto de Geología, el Foro Consultivo Científico y Tecnológico, el Gobierno del Estado de Hidalgo y todas las demás personas e instituciones que trabajaron para llevar Conciencia del tiempo a los lectores de habla hispana. Lamento no tener la fluidez suficiente para hablarles en español esta noche, lo cual se debe, en parte, a que pasé una larga temporada de 2016 viviendo y dando clases en Italia, y ahora las palabras en italiano me vienen a la mente cuando trato de hablar en español: digo pietra en vez de roca y fiume en vez de río.
El tiempo que pasé en Italia también estuvo relacionado con la génesis de este libro, por razones que explicaré en un minuto. Estaba impartiendo un curso sobre geología de campo en los Apeninos centrales, no lejos del sitio donde se descubrió la anomalía de iridio de finales del Cretácico, la cual terminó conduciendo al descubrimiento del cráter Chicxulub en México. Estábamos muy cerca de los diversos epicentros de los sismos que entre agosto y octubre de ese año devastaron Amatrice y otros pueblos de la región de los Abruzos. Fueron los terremotos más grandes en Italia de las últimas cuatro décadas. (Terremoto, por cierto, se dice igual en italiano y en español.)
Mis alumnos y yo tuvimos suerte. Aunque hubo algunos daños estructurales en nuestro campamento, nadie resultó herido. Estábamos allí para estudiar la evolución tectónica de los Apeninos, ¡pero nos encontramos con un poco más de acción en tiempo real de lo que esperábamos! Por supuesto que los habitantes de la Ciudad de México entienden muy bien los sismos: cómo la vida cambia de golpe, en un momento terrible; cuán profundamente perturbadores son los días siguientes, con todas las réplicas, y cuánto tiempo pasa antes de que se recupere el sentido del equilibrio.
Todavía me sentía sacudida por estos eventos sísmicos cuando regresé a Estados Unidos, en vísperas de las elecciones presidenciales de noviembre de 2016. Cuando quedó claro el resultado de los comicios, yo, al igual que muchos en mi país y en todo el mundo, entré en estado de shock, como si acabáramos de experimentar un gran terremoto social. Todavía con el jetlag encima, sentí que estaba en un mal sueño, como si me hubiera subido al avión que me llevaría de regreso a casa y hubiera aterrizado en el país equivocado.
Durante mucho tiempo antes de esto, ya había jugueteado con la idea de escribir un libro acerca de cómo piensan los geólogos sobre el tiempo, pero ahora, de repente, me pareció más que urgente sentarme a escribir una especie de manifiesto personal —una declaración de lo que yo sabía que era verdadero, real y perdurable— para compartirlo con otros que pudieran estar en busca de una base firme en una época en que los cimientos de nuestra infraestructura cultural —como el uso del sentido común, de la ética y de la decencia, o la creencia firme en los méritos del pensamiento racional— parecían estar gravemente dañados. La conexión entre esto y la geología puede no parecer obvia al principio, pero para mí, y sospecho que para muchos de mis colegas, la geología es más que una vocación o un ejercicio intelectual: es una forma de ver el mundo e incluso una fuente de satisfacción existencial.
La geología es un extraño híbrido de lo pragmático y lo filosófico. Se ocupa de cosas prácticas, como la localización de agua subterránea, de recursos minerales, de combustibles fósiles —y, por supuesto, por ello en parte es responsable de los daños ambientales—, pero también trata de cuestiones profundas, incluso espirituales: ¿de dónde venimos?, ¿por qué la Tierra es como es?, ¿cuál es el lugar de los seres humanos en el universo? Y contrariamente a las percepciones públicas, se ocupa tanto del futuro como del pasado.
Para mí, la forma en que los geólogos ven el mundo —en cuatro dimensiones: en el espacio, a lo largo del tiempo— enriquece la experiencia de vivir en la Tierra. Me da un sentido de pertenencia, de continuidad y de parentesco con todos los demás terrícolas, sean humanos o no, sea que estén vivos hoy o que lo hayan estado en el pasado geológico o vayan a estarlo en el futuro. Creo que hablo en nombre de todos los geólogos si digo que poder leer el registro de las rocas —la autobiografía de la Tierra— produce una gran alegría. Para nosotros, las rocas no son sustantivos sino verbos; no son meros objetos inertes, sino registros de una acción: el crecimiento y la erosión de las cadenas montañosas, el auge y la caída de los ecosistemas. Gracias a las rocas, las cosas que desaparecieron hace mucho tiempo, de alguna manera siguen con nosotros. Leer el grabado de las rocas no sólo nos da una lección de humildad sino que resulta tranquilizador; sí, las rocas revelan el tiempo comparativamente trivial en que los seres humanos han estado en la Tierra —y, con demasiada frecuencia, ése es el único mensaje que le llega al público— pero las rocas también nos dicen que la Tierra es un planeta duradero y resistente. ¡Sería aún más aterrador pensar que vivimos en uno joven y que aún no ha sido sometido a prueba!
Al escribir Conciencia del tiempo, traté de darle a los lectores una idea de las escalas de tiempo intrínsecas a los procesos geológicos y un sentido de la proporción temporal —una cierta “profundidad de campo”— que se obtiene al pensar en los procesos geológicos y en el tiempo profundo. Siempre atentos a los creacionistas que postulan la idea de una “Tierra joven”, nosotros los geólogos quizás hemos enfatizado demasiado la lentitud de los cambios geológicos. Pero, como ustedes saben bien, pues viven en una parte del mundo muy activa tectónicamente, la Tierra no es realmente tan lenta: tiene muchos ritmos y estados de ánimo, algunos demasiado lentos como para que nos demos cuenta de ellos, otros —como los terremotos— demasiado rápidos para nuestro gusto.
En griego, hay una distinción útil entre cronos —el hecho crudo y cuantitativo del tiempo— y kairós —el tiempo dentro de una narración—. El simple hecho de hablar de millones y miles de millones de años es algo abstracto e intimidante, pero, cuando el tiempo profundo se presenta como parte de una historia más amplia, la mente comienza a comprender qué cambios pueden ocurrir en un millón o en mil millones de años. Pensar geológicamente no se trata tanto del tiempo en sí mismo si no del poder del tiempo para alterar, enredar, complicar, magnificar y transformar las cosas a su manera.
En un momento en que el mundo está más profundamente dividido que nunca por animosidades culturales, religiosas y políticas, parece haber pocas esperanzas de encontrar una filosofía común o un conjunto de principios que logren que todas las facciones se sienten a la mesa para establecer un discurso auténtico sobre los problemas ambientales, sociales y económicos. Pero yo creo que el patrimonio común de la geología todavía puede permitirnos replantear nuestro pensamiento sobre estos temas de una manera fresca y encontrar soluciones inspiradas en esta vieja y resistente Tierra.
De hecho, nosotros los geólogos ya servimos como una suerte de cuerpo diplomático extraoficial que demuestra que es posible que la gente de los países desarrollados y los que están en desarrollo, los regímenes socialistas y los capitalistas, las teocracias y las democracias, cooperen, debatan, discrepen y avancen hacia el consenso, unificados por el hecho de que todos somos ciudadanos de un planeta cuyos hábitos tectónicos, hidrológicos y atmosféricos no reconocen las fronteras nacionales. Así, creo —quizás ingenuamente— que si más gente desarrollara un sentido para el tiempo geológico y para nuestras antiguas raíces compartidas en la historia de la Tierra —y para nuestro destino común en el futuro—, nos trataríamos mejor los unos a los otros y trataríamos mejor al planeta.